En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército humanista, las tropas utilitarias alcanzan sus últimos objetivos militares. Margaret Thatcher gana batallas después de muerta y cada vez sucede menos, como quería Montaigne, que sea el gozar, y no el poseer, lo que nos hace felices. Todo lo malbarata esa apoteosis, y también se está apoderando de la práctica del alpinismo. En la actualidad, ocurre por ejemplo que al mismo tiempo que los clubes de montaña menguan en afiliación, ven incrementarse dramáticamente la media de edad de sus miembros y desesperan por atraer savia joven que garantice su supervivencia, esos mismos jóvenes abarrotan maratones de montaña que, con frecuencia, reciben varios miles de solicitudes para apenas unas decenas o cientos de plazas. Los runners se han ido adueñando de los caminos y de los grandes espacios naturales: de competir se trata estos días; de no dejar de hacerlo en ningún momento; de incluso el ocio convertir en negocio. Es contra ese thatcherismo alpinista que se yergue este ensayo y en defensa de un montañismo lento, porque en la estela del manifiesto Slow mountain de Jua