Las autoridades occidentales han reprimido el homoerotismo desde el Bajo Imperio romano con el fin de estimular el matrimonio y una natalidad reglada. El hecho se enmarca en una cultura donde priman matrimonios entre un varón y una mujer, herencia bilateral (ambos progenitores transmiten el patrimonio a sus descendientes) y Estados que se expandían económica y territorialmente. El problema es que tales patrones generan un remanente de mujeres solteras; con el fin de reducir su número, los gobernantes crearon mecanismos para obligar a casarse a los varones ajenos a la milicia y al celibato religioso. En cambio, las polis griegas aceptaban el homoerotismo porque padecían un algo «exceso demográfico»; similar sucede en los Estados actuales, que han abandonado la expansión territorial y la explotación bruta de recursos a favor de un desarrollo tecnológico que requiere población estable y cualificada, más que incrementos demográficos.