No es un río, sino un dragón. Un poco tigre, un poco león y un poco serpiente, como quiere la tradición china. Se llama Río Amarillo, Huang He en chino. La cola está en el techo del mundo, sobre el altiplano tibetano, de donde surge. Las fauces, en cambio, están vueltas hacia el mar Amarillo, donde se encuentra la desembocadura. Su espalda se arquea atravesando las tierras resecas del desierto y las esteparias de la Mongolia Interior. Luego cruza los altiplanos arcillosos de las tierras de Loess (una variedad de roca amarillenta ligeramente calcárea). Realiza una carrera agotadora a través de ciudades palpitantes, presas que interrumpen su curso, campos escalonados y plantas industriales. Sus aguas excavan valles profundos y se cargan de fango, fango amarillo, justamente, del que toma su nombre. Como el limo para el Nilo, es rico en sedimentos. Irriga y dispersa humus precioso por los campos. No sólo eso: ofrece de beber a ciento cincuenta y cinco millones de personas. Con 4.850 kilómetros de largo, es el octavo del mundo en longitud. Los chinos lo consideran como la «Madre de China» y, en efecto, a lo largo de su curso nació la civilización de los han, la etnia mayoritaria. En sus riberas surgieron reinos, florecieron imperios y cabalgaron hordas de ejércitos invasores, como testimonia el ejército de terracota encontrado en las puertas de Xi`an. Pero para los chinos el Río Amarillo es también la «desesperación de China». Sus frecuentes y catastróficas inundaciones son un flagelo. Hace más de cuatro mil años el mítico emperador Yu el Grande decía: «Mantener a raya al Río Amarillo quiere decir controlar China».