Sócrates es, sin duda, el primer y mejor ejemplo de las tensiónes entre el pensador y la ciudad. El mejor ejemplo de los encuentros y desencuentros que se producen entre el pensar y el mundo. No es casual, desde luego, que, ante su desafío reflexivo, la democrática Atenas le juzgara y condenara: su historia es la mejor demostración de que pensar e intervenir en el mundo no son tareas apacibles y tranquilas. Porque pensar no siempre conduce a que todo encaje, síno que, a veces, empuja hacia la dislocación del mundo, pues exige someterlo todo al logos, al habla, al discurso, a la argumentación racional. Por eso, Sócrates es, sin duda, el primer intelectual de nuestra historia. Sin embargo, su enfoque nos ofrece una solución equivocada para esas tensiones, que sigue siendo extraordinariamente popular en el discurso público de los intelectuales. Una solución que el autor denomina la falacia socrática, y que sugiere que el pensamiento conduce al bien y que el bien siempre produce bien, mientras que el mal siempre produce mal (y que nunca un bien puede proceder del mal, ni viceversa). Es decir, Sócrates sostiene que el sometimiento a los principios siempre producirá efectos beneficiosos. Pero esas ideas, poderosas y seductoras, fracasan al contacto con la política. Ciertamente, el remedio al mal pasa por el pensamiento y la reflexividad, pero dícho paso no es nada simple. Como señaló Maquiavelo, el gran antagonista de nuestro autor, ni pensar conduce siempre al bien, ni en política basta la bondad. Así que el remedio al mal quizá deba aunar pensamiento y juicio polítíco ciudadano. Porque la política, ligada como está ella misma al mal y a cosas poco atractivas (gobiernos, dominio, poder, fronteras...), genera también legitimidad y ámbitos ciudadanos de libertad que permiten el florecimiento de una justicia ciertamente no vinculada a la certeza o la perfección, pero justicia al fin. Genera, en realidad, nuestra única oportunidad de luchar contra el mal del mundo. Un mal ubicuo que únicamente puede ser combatido por la ciudad. Por eso, la reflexividad vinculada a esa política es la única alternativa al mal que los humanos conocemos: paz imperfecta, convivencia tentativa, justicia limitada, legitimidad temporal.\n
Rafael del Águila fue catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y fue director también del Centro de Teoría Política desde su fundación. Era especialista en Teoría Política, en particular, Maquiavelo y la política renacentista.