La vida humana está harta de servir de cabeza y de razón al universo. En la medida en que se convierte en esa cabeza y en esa razón, en la medida en que se convierte en necesaria para el universo, acepta una servidumbre. El hombre ha escapado a su cabeza como el condenado a la prisión. Ha encontrado más allá de sí mismo no a Dios, que es la prohibición del crimen, sino a un ser que ignora la prohibición. Más allá de lo que soy, encuentro un ser que me hace reír porque no tiene cabeza, que me llena de angustia porque está hecho de inocencia y de crimen: sostiene un arma de hierro en su mano izquierda, unas llamas semejantes a un sagrado corazón en su mano derecha. Junta en una misma erupción el Nacimiento y la Muerte. No es un hombre. Tampoco es un dios. No es yo, pero es más yo que yo: su vientre es el dédalo en el que él mismo se ha extraviado, en el que me extravío con él y en el que me vuelvo a encontrar siendo él, es decir, monstruo.