Estas páginas encierran una amena crónica de Al-Andalus, el territorio islámico que, desde sus inicios y a través de ocho siglos, fue adoptando una extensión variable; durante la dinastía omeya creció hasta tocarse con la cornisa cantábrica, y quedó, mucho más tarde, reducido a su mínima expresión, en un área que tuvo como símbolo una bella ciudadela: la Alhambra de Granada. El tiempo andalusí podría definirse como un período sumamente enriquecedor, donde una parte de Oriente implantó en Europa su nueva visión del mundo y donde la religión mayoritaria de la península Ibérica, el Islam, con los amplios saberes que habría recogido en los territorios anexionados durante su expansión, actuó como continuación natural del mundo clásico romano. Arrojar algo de luz sobre un período de nuestro pasado medieval, es también, una forma de rendir homenaje a la rica herencia que hemos recibido de él. En esta época marcada por el trasvase de poblaciones, la idealización que tantos tenemos de un mundo sin fronteras, donde sea posible el mestizaje y el diálogo de culturas y religiones, quizá no encuentre en ningún sitio más