Nuestra casa, la casa en que pasé infancia y adolescencia, era una más de las torres de Sant Gervasi características del tiempo en que había sido lugar de veraneo de muchos barceloneses de la pequeña burguesía. Dejó de serlo cuando, poco a poco primero, y después muy rápidamente, la ciudad fue creciendo hacia el Tibidabo, trepando cuesta arriba hasta absorber aquellas poblaciones periféricas que, como nuestro barrio, se extendían a los pies de Collserola: A pesar de que Sant Gervasi ya estaba incorporado a la ciudad, en los años cuarenta y cincuenta los vecinos hablábamos de «bajar a Barcelona» cuando se trataba de acudir al centro: Subiendo desde la plaza Molina, la calle Balmes todavía estaba jalonada por hileras de huertos, y en el territorio entre el Putget y la Bonanova, además de un campo de fútbol, se extendía un prado donde pastaban las ovejas. Estos vestigios campestres hacían persistir en nosotros la sensación de estar viviendo en las afueras y de que la ciudad respiraba allá, lejos, junto al mar.