En la hora de las primaveras deshojadas, de la herida que los médicos ignoran, sólo el negro es soportable por los ojos apenados. En la hora de las esperanzas que se entregan, de las grietas que se abren, negro, negro para el ojo, el verdor, negra, negra para el ojo, la frescura. ¿Quién se atrevería a dejar marchar la nave cual un corderillo blanquecino y juguetón, cuando el capitán dentro del pecho, igual que en la urna, un cadáver porta? En la hora en que todo está perdido, en la hora en que todo yace bajo tierra, negro, negro para el ojo, lo encarnado, negro, negro para el ojo, lo agradable. La tiniebla, como aliento enternecido. La tiniebla, corno el roce de nupciales velos. Cual guerrero extenuado, por cobijo, se desvive el ojo por lo negro. En la hora del abrazo interrumpido, del ¡acuéstate con otro, novia!, negra, negra para el ojo, toda claridad, negra, negra para el ojo, toda placidez. En la hora dé la orilla abandonada, de la herida que los médicos ignoran, sólo el negro no lacera a los ojos afligidos.
Marina Tsvietáieva (Moscú, 1892 ? Yelábuga, Tartaristán, 1941) fue una poeta precoz, inclasificable, un espíritu libre que se negó a constreñir su arte a definición alguna. Vivió en Rusia hasta 1922, año en que se exilió, primero en Bohemia y luego en Francia. En 1939 volvió a la Unión Soviética, donde dos años más tarde, condenada al ostracismo, puso fin a su vida.