D. H. Lawrence (1885-1930) ve en el pueblo extinguido de los etruscos una armonía, ahora perdida, entre la sensualidad y el conocimiento, y su aproximación a ellos es una exaltación del vitalismo y una postulación de la reconquista de la plenitud de la persona dentro de una comunicación física, emocional y cultural con la Naturaleza.
En primavera de 1927, mientras trabaja en la que sería la versión definitiva de El amante de Lady Chatterley, el impulso de D. H. Lawrence de intimar con los etruscos se traduce en un viaje modélico: a Etruria a la vez por el espacio y el tiempo, por paisajes abiertos y por el submodo de las tumbas, por la vieja vida etrusca renovada en la experiencia presente del narrador; un viaje, se dice en el prólogo, «a un área geográfica, pero también más allá de la frontera entre el mundo nuevo, compartimentado, y el mundo viejo en el que cada cosa pertenece al Todo».
Aplicando al libro de viajes su destreza de novelista y ensayista, a través de descripciones, anécdotas, y, ante lo que va viendo, de interpretaciones deslumbradoras en las que se entrelazan historia e instinto, arte y emoción, religión y sexo, D. H. Lawrence da a conocer a los etruscos, y, a través de ellos, abre la imaginación a nuevos modos (o viejos modos rescatados y reinterpretados) de entender la vida y de percibir y experimentar con más riqueza el entorno mediante el empleo simultáneo del intelecto, el sentimiento y los sentidos.