Carlota en Weimar surge de una anécdota en apariencia nimia, la llegada a Weimar del personaje que sirvió de inspiración a Goethe en Desventuras del joven Werther, y su posterior encuentro con el que fuera su apasionado adorador cuando éste cuenta ya setenta y siete años y se halla en la cima de su fama. Sin embargo, no son pocos los méritos y alicientes que ofrece al lector de nuestros días esta obra maestra. Por un lado, el ya célebre capítulo séptimo es recordado como uno de los más espléndidos monólogos interiores de todos los tiempos, que Francisco Ayala, responsable de la excelente traducción a nuestra lengua, explicó como el buceo de Thomas Mann, «a través del alma de su criatura, en los problemas psicológicos y literarios de la creación poética» («Prólogo» a Las cabezas trocadas). Pero además, esta novela, escrita ya en el exilio y publicada por primera vez en 1939 en Estocolmo, se ha leído a menudo como la respuesta de Mann ante la grave amenaza que para la cultura alemana suponía el totalitarismo hitleriano. Homenaje también a un Goethe con el qué Mann compartía la atracción tanto por lo característicamente germano (severidad moral, profundidad filosófica), como por lo latino (pasión vital, exaltación artística), Carlota en Weimar es sin duda un clásico sobre todo porque sigue diciendo cosas nuevas, pertinentes y sugestivas al lector de nuestros días.