El héroe moral del escritor y doctor Pasavento es Robert Walser, de quien admira su afán por pasar desapercibido, la vida de bella infelicidad que llevó y la extrema repugnancia que le producían el poder y la grandeza literaria. Perseguir el destino de este escritor significa para Pasavento retirarse del mundo, como lo prueba esa caligrafía suya que se va haciendo cada vez más microscópica y le lleva a sustituir el trazo de la pluma por el del lápiz porque siente que éste se encuentra más cerca de la desaparición, del eclipse. «No escribo para ser fotografiado», dice en cierta ocasión, Quiere apartarse, y un día desaparece. Cree que indagarán, que le sucederá lo que a Agatha Christie cuando la buscaron por toda Inglaterra a lo largo de once días y alfinal fue encontrada. Pero al doctor Pasavento no le busca nadie y poco a poco va imponiéndose esta sencilla verdad: nadie piensa en él. Le veremos entonces recurrir a la estrategia de la renuncia: el acto extremo con el cual algunos raros escritores se aseguran el único modo de captar el destello de la vida plena e inexpresable, no sofocada por el poder. Le veremos renunciar al yo, a su grandeza y a su supuesta dignidad, y hasta creer que está encarnando por sí solo la historia de la desaparición del sujeto en Occidente. «Lo que yo quiero es seguir existiendo sin ser molestado», dice el doctor Pasavento, y luego, de forma algo contradictoria, se pregunta si será capaz de vivir sin que nadie se acuerde, ni lejanamente, de que existe. Viaja al manicomio suizo donde Walser vivió tantos años apartado del mundo y se acerca al ejercicio de un arte muy peculiar y en el que su escritor más admirado fue un consumado maestro: el arte de convertirse en nada. En Doctor Pasavento, Enrique VilaMatas, después de Bartleby y compañía, El mal de Montano y París no se acaba nunca, prosigue la ruta ascendente que lo ha consagrado, indiscutiblemente, como uno de los grandes escritores europeos de nuestro tiempo.