A veces cierro los ojos y me parece estar todavía allí, al alba de un día mágico, volcado hacia el exterior del helicóptero sin puerta, sujeto con hilos de acero. Estoy volando sobre el Alto Egipto, una tierra alejada de todo, sobre las orillas del lago de Nasser, perdido entre aguas azules y lenguas del desierto. El ruido es infernal, pero no lo oigo, vivo en un estado de trance. Estoy concentrado en las imágenes, en esa imagen que, desde el cielo, resulta a veces impersonal, fría. Quiero que me resulte próxima, quiero trasmitir mi propio placer, mi personalidad, mi emoción. De forma imprevista diviso sobre un promontorio de arena la silueta de antiguos templos egipcios. Parecen abandonados, no hay nadie. Mientras nos acercamos velozmente los voy reconociendo: Uad es-Sebwa, Dakka, Maharraqa. Son extraordinarios. Son las 6,30 de la mañana y la luz es cálida. Cojo la máquina fotográfica y doy instrucciones precisas al piloto. Me preparo para hacer las primeras fotografías, cuando de forma imprevista, de la nada, se materializa una caravana de camellos, guiados por el desierto por un beduino. Están aproxi