Durante la segunda mitad del siglo XIX las exposiciones universales escenificaron el sueño utópico de la civilización y el progreso occidentales. Al depender las futuras relaciones políticas, económicas y culturales de la representación adoptada por cada colectivo en estos escaparates internacionales, la elección de una determinada fisonomía podía favorecer el arraigo de prejuicios y estereotipos en el imaginario visual de un público cosmopolita. En consecuencia, al margen de la utilidad social y moral de sus numerosas innovaciones industriales y artísticas, las exposiciones universales configuraron un complejo entramado de identidades y relaciones de poder que las convirtieron en una suerte de espectro caleidoscópico donde los múltiples puntos de vista adoptados por gobiernos, expositores, cámaras de comercio o, incluso, por los mismos organizadores del concurso, confluían simultáneamente. En este marco el caso de España reviste un particular interés, puesto que su diversidad cultural, su antiguo poderío político venido a menos y el exotismo suscitado entre los viajeros occidentales la situaron una y otra vez en la encrucijada entre tradición y modernidad, allí donde se desdibuja la tenue frontera que separa las convencionales nociones de Oriente y Occidente.