Desafiando a su destino arrancar el mármol de las montañas de Carrara, como su padre y su abuelo y sin saber muy bien en busca de qué, Piero marcha a Roma en los tiempos revueltos del pontificado de Julio II y de su propia juventud. Algo en su interior, más fuerte que él mismo, le impulsa a abrirse camino hasta lo alto del andamio sobre el que Miguel Ángel pinta la bóveda de la Capilla Sixtina. El silencio y la soledad, las largas horas de trabajo, son testigos del torbellino que se desata en el corazón de Piero y de la tierna ingenuidad con que descubre la intensidad de sus sentimientos.