Las nociones de justicia, libertad y capacidades (técnicas y cognitivas) están definitiva e insparablemente entrelazadas y no caben suluciones separadas. Si no cabe imaginar una sociedad justa sin una capacidad suficiente de acción para todos sus ciudadanos, no cabe tampoco pensar en un desrrollo de las capacidades teconológicas que no forma ya parte constitutiva de nuestra idea de una sociedad justa.
A lo largo de la historia hemos comprobado una y otra vez la existencia de límites técnicos en la democracia y de límites democráticos en la ténica: los ingenieros y los ciudadanos se necesitan mutuamente y continuamente se embarcan en controversias. Los ingenieros, que ya sólo pueden ser pensados como ciudadanos y los ciudadanos, que cada vez más necesitan pensar como ingenieros, conviven de forma tensa en nuestras sociedades complejas e interdependientes. El filósofo no ha inventado esta realidad y apenas alcanza a interpretar algunas de sus claves. Su tarea es trágica, pues está llamado a recordar que la realidad está hecha a la vez de tensiones y constricciones y, en consecuencia, a recordar al ágora que no puede prescindir de la autoridad de los expertos y a recordar a los expertos que están definitivamente bajo la autoridad del ágora. Algunos pensarán que las cosas son más sencillas: que hay expertos y expertos, expertos buenos y malos, los que están con nosotros y los que están contra nosotros, del mismo modo que en el ágora hay ciuddanos buenos y malos, los que están con nosotros y los que están contra nosotros. A quienes así piensan, el filósofo debe recordarles que, antes que buenos y malos, los expertos deben ser expertos y los ciudadanos, ciudadanos y que eso es más difícil de conseguir de lo que se piensa y que solamente cuando sepamos qué es ser un experto de ciudad y qué son una ciencia y una técnica bien ordenadas en una sociedad bien ordenada, podremos después expresar nuestras preferencias por unas u otras políticas públicas.