A finales del siglo XIX, el músico Eduardo Ocón toca el cielo con las manos. Vive en las habitaciones de la Torre de la Catedral de Málaga por su deseo expreso de pasar sus últimos años de vida cerca de sus instrumentos más preciados; los órganos de Julián de la Orden. Instalado en su ciudad natal, después de renunciar a sus sueños de juventud, en los que se hacía compositor universal de referencia en París, ha logrado que se instituya en Málaga un Conservatorio, donde se instruyan músicos profesionales. Sus iniciativas han dado fruto y, además de formar alumnos que nutren orquestas nacionales e internacionales, acuden a la ciudad los intérpretes y compositores más prestigiados del momento. Sus propias composiciones son oídas en Milán, París y Nueva York y podría darse por satisfecho a sus sesenta años. Sin embargo, una idea le atormenta. Lleva décadas intentando componer su gran obra ôLes oiseauxö (ôLos pájarosö), una sinfonía que emula el auténtico canto de los pájaros que escuchaba en su infancia de la Axarquía y se fija en él como una obsesión. Teme que jamás podrá concluirla y le ha dejado dicho a su es