En los años ochenta fuimos decenas de miles, de todas partes del mundo, los que acudimos a Nicaragua. No importa si fuimos desencantados por las derrotas en nuestro país, si fuimos huyendo de algo, si fuimos para curarnos, si fuimos cegados de una ingenuidad que nos tapó los ojos para ver los defectos de aquella revolución, lo que importa es que fuimos, entusiastas y generosos estábamos allí, recorriendo los pueblos, buscando hablar con mujeres del Cuá y de Ticuantepe, conversar con los jóvenes del popular barrio Riguero donde los domingos se cantaba la Misa Campesina, hacer amistad con los pobladores de León y Chinandega, deambuleando por sus calees calurosas, buscando siempre cómo ayudar. Acudimos a cosechar, a vacunar, a enseñar y a aprender, a participar en una experiencia única, subir a ese tren que pasa una vez en la vida.