Estas Sendas a los adentros debieran recorrerse desde el ahora, olvidando que se abrieron en el lejano Japón y en el no menos lejano siglo XVII, cuando el gran Basho se dispone a iniciar una de sus peregrinaciones e ignora que los ojos de su díscolo discípulo Maruyme van a espiar sus pasos. Para Basho, el viaje es mera apariencia. La idea del viaje se encuentra en toda la obra del poeta filósofo, del pensador zen, pero es fácil advertir en la distancia de su prosa o en los fulgores de sus haikús que su viaje es siempre el mismo: de los vagidos del nacimiento a los estertores de la muerte, una andadura a la que pretende dar sentido con cada uno de sus pasos de peregrino. Maruyme, convencido de que la verdad es incognoscible y la intuición subjetiva e intransmisible (aunque no inexpresable), se lanza tras los pasos de Basho exigiendo el estremecimiento y no una intelección que le parece reductora. Y cuando intuya que, a pesar de su rechazo de la vanidad, Basho se deja halagar por la adulación de los poderosos, enarbolará de nuevo la subjetividad del deseo y de la pasión. Porque, para Maruyme, sólo hay «objeto» si es «objeto en el yo». El viaje nunca es el mismo.