En 1502 un joven que todavía no había cruzado el ecuador de la treintena fue elegido emperador por la selecta minoría de oligarcas que regía los destinos del Imperio azteca. El joven se llamaba Moctezuma, que en la lengua azteca o mexicana quiere decir algo así como Señor que se Enfada o Gobernante Iracundo. Era inteligente, valiente y moralmente puro, pues creía que los valores sociales propugnados por los políticos, religiosos y sabios existían en la vida cotidiana. El México que debería gobernar se encontraba en el momento de su proclamación en la cima de su poder y esplendor. Pero ese brillo externo no podía ocultar las miserias internas, las terribles contradicciones que más pronto que tarde reducirían a cenizas a la gran MéxicoTenochtitlan: los nobles de sangre estaban enfrentados con los plebeyos ennoblecidos, los comerciantes odiaban a los aristócratas, los aliados disputaban entre sí. Una enmarañada madeja que Moctezuma trató de deshacer poniendo en práctica una batería de reformas que lo convirtieron en un gobernante impopular odiado por todos y cada uno de los sectores de la sociedad mexicana. Si Hernán Cortés no hubiera desembarcado en los médanos de Chalchihuecan, la actual Veracruz, la vida de Moctezuma habría transcurrido por caminos muy distintos, aunque, quizá, hubiera finalizado de la misma forma. El tlacatecuhtli (,Jefe de hombres) llevaba las de perder en la pugna que mantenía con sus egoístas e insolidarios súbditos. Pero el hecho ocurrió, y el emperador tuvo que abrir un nuevo frente. Moctezuma utilizó la inteligencia para combatir a Cortés, un arma que el barbado advenedizo manejaba con soltura. Cortés y Moctezuma jugaron una apasionante partida de ajedrez, enfrentándose en un sutil duelo de mentes que acaso habría cambiado el destino de México si los protagonistas secundarios del drama, gentes dadas a actuar y a no pensar, se hubieran quedado quietas y tranquilas.