La recepción de la obra de Bolaño ha alcanzado magnitudes asombrosas. Saltó a la fama con Los detectives salvajes y adquirió estatuto de escritor de culto con 2666, obra en la que trabajó con excepcional dedicación los últimos años de su vida, quizá sin lograr coronarla como hubiese deseado.
Ha sido comparado con Pynchon y DeLillo, mas ya antes habían
sido varios los críticos que consideraron que la relevancia y el alcance de Los detectives salvajes eran equiparables a los que en su día tuvieron Rayuela y Paradiso.
Si en Los detectives salvajes el autor perfila en filigrana un viaje errático y laberíntico, en 2666 pergeña un conjunto narrativo cuajado y vasto, integrado por cinco partes, concebidas y parcialmente esbozadas en sus años mozos.
Su novela póstuma es un espacioso fresco, un mural que narra cinco historias enlazadas por dos asuntos capitales: los feminicidios en serie de Santa Teresa, heterónimo y trasunto, encarnación y simulacro de Ciudad Juárez, y los múltiples espacios y veneros en los que se genera y de los que mana la
escritura. Ambas novelas tematizan la esperanza de la búsqueda
y la eventualidad de la desorientación y de la errancia por mundos varios, en los que México es epicentro de una dilatada geografía.
Roberto Bolaño fue, antes que narrador, poeta, vocación y actividad latentes hasta el fin de sus días. Fue un maestro en las narraciones de distancia media, como muestran Nocturno de Chile, Estrella distante o La literatura nazi en
América. Y autor de una gavilla de cuentos memorables.