La experiencia de la diáspora, de la migración y, de forma más concreta, del exilio ha sido una constante en la historia de la humanidad. Vencidas, perseguidas, desterradas o empujadas por la necesidad, las personas han tomado el arriesgado camino de unas tierras que se esperaban fueran de promisión, donde ubicarse definitivamente o donde esperar tiempos mejores para volver a la patria de origen. Esta constante es particularmente visible a partir del siglo XVI, cuando la consolidación de los poderes y su afirmación ideológica o religiosa comenzó a generar salidas forzadas de una parte de la población, de aquellas gentes juzgadas como no integrables o peligrosas. Este fenómeno, el verdadero reverso de unas sociedades que se querían armónicas, ha ido acompañado de una expresión artística con la que los refugiados han buscado explicar y poner en valor su sufrimiento, las autoridades de acogida, los límites y las razones de su recepción, y los perseguidores, la legitimidad de su acción. Aunque cada exilio ha tenido sus características propias, en todos se detectan variaciones sobre una base conceptual y un lenguaje estético compartidos y fuertemente presentes. Es en la invocación, consciente o no, de esa herencia común donde se pueden apreciar los cambios y las continuidades, las influencias mutuas y los rechazos de puntos de vista y, en fin, lo que hubo de innovador en cada exilio. No se trata de un tiempo inmóvil, pues al igual que los conceptos, los vehículos de expresión artística cambiaban, se modernizaban, se diversificaban y se popularizaban. La representación de los refugiados, para sí y para los otros, construyó siempre algo que buscaba ser inteligible apoyándose en el pasado, pero que se erguía hacia el futuro desde la más radical de las movilidades. Es en ese arte, en esa afirmación de la experiencia y de la conciencia de la diversidad, que irrumpieron nuevas formas de imaginar el mundo y el lugar que las personas merecen tener en él.