La vida no fue nada amable con Issa Kobayashi (1763-1827), un hombre maltratado por las circunstancias, que pese a ello nos dejó algunos de los más hermosos y serenos haikus de la literatura japonesa. Su gran sensibilidad le hace inclinarse siempre por el débil, por el pequeño, por el desposeído. En sus poemas abundan los animales, pero no los poderosos, sino los necesitados, huérfanos como él, pobres, menesterosos, con los que se siente hermanado y a los que defiende y reivindica. Tenía un cariño especial por los gatos, cuyas actividades, actitudes y costumbres observaba con atención y apreciaba tanto que les dedicó más de trescientos poemas, algunos de los cuales aparecen en este libro. Pero son muchos otros los animales que abundan en su poesía: ocas, ranas, gorriones, libélulas, mariposas, caracoles, avispas, cigarras, cuclillos, ciervos y cuervos, caballos y bueyes, sapos y mosquitos. Hasta las moscas, los piojos y las pulgas despiertan su cercanía y compasión. Dentro de la evolución estética del haiku, que oscila a lo largo del tiempo entre la pureza y la sobriedad de Matsuo Bashoo por una parte, y lo
(1763-1827) es uno de «los cuatro grandes» del haiku, junto a Basho, Buson y Shiki, y seguramente el más querido de los autores de haiku en Japón. Su ternura, su gracejo, su implicación vital en cualquier tema que cantara, lo hacen único. Hijo de un granjero de clase media y huérfano de madre a los tres años, no tuvo una infancia feliz, aunque siempre encontró alivio en la poesía. Estudió en Edo con el maestro Chikua, pero a la muerte de este se hizo monje itinerante y durante diez años peregrinó por el país, conoció a numerosos poetas y publicó varias antologías. Tras la muerte de su padre, regresó a su ciudad natal para establecerse allí definitivamente en 1813. Y allí moriría, en un incendio, en 1927, dejando para la posteridad una obra poética inigualable.