Leídos más de setenta años después, los discursos sobre el Estatuto de Cataluña pronunciados por Ortega y por Azaña pueden provocar la sensación de que algunos de los problemas suscitados entonces siguen abiertos. Esta interpretación del presente político de España como una estricta continuación del pasado puede llevar a creer que, pese a todas las fórmulas intentadas, queda pendiente la tarea de hallar un arreglo para las relaciones entre las instituciones centrales del Estado y las autonómicas. En realidad, ese arreglo ya existe, y la confirmación de que ya existe radica en lo que se suele tomar por una prueba de lo contrario; radica en que se sigue debatiendo, siempre según los procedimientos establecidos, de la estructura y la organización del Estado. ¿Es que, acaso, el debate político consiste en otra cosa?
MANUEL AZAÑA (1880-1940) fue, sin duda, el político más importante de la Segunda República y uno de los más destacados intelectuales españoles del primer tercio del siglo XX. En plena dictadura de Primo de Rivera fundó el partido Acción Republicana, una de las formaciones decisivas en el advenimiento de la República en 1931. En el nuevo régimen Azaña personificó el espíritu reformista del primer bienio republicano como ministro de la Guerra y presidente de Gobierno, así como con su oposición parlamentaria al gobierno de centro-derecha en 1934-1936, y la asunción de la presidencia de la República tras el triunfo del Frente Popular y durante la guerra civil, hasta su muerte en el exilio francés. Como escritor se prodigó en diversos géneros que abarcaron desde los artículos periodísticos y discursos de signo político, hasta el ensayo literario -como el que le valió el Premio Nacional de Literatura en 1926- y los diarios. Estos discursos y artículos dedicados a la autonomía catalana son expresión de su talento y lucidez en los diagnósticos y soluciones a problemas de ayer, aún hoy plenamente vigentes.