Cuando Jordi Pujol asumió, en 1980, el cargo de presidente de la Generalitat, la Transición era un proceso ilusionante en el que Convergència i Unió se dispuso a colaborar «a fondo», con la confianza de que la aventura emprendida contribuiría al «progreso general español y a un mejor encaje entre Cataluña y España.» Años después, ya en los noventa, la colaboración de CiU con el Gobierno del Partido Popular pareció validar ese planteamiento. Fueron años «positivos» en los que parecía haberse entrado en un ciclo que «tendía en todos los terrenos a la armonía», también en lo referente a la autonomía catalana. Sin embargo, Pujol no duda ahora en decir que todo aquello «fue un espejismo» y, ya en 2003, sus últimos discursos como presidente de la Generalitat destilaban «un desencanto todavía no defi nitivo, pero ya preocupante». Un desencanto que a partir de 2007 «se vuelve más evidente » y empieza a convertirse en una «decepción, una sensación de peligro, de fracaso y también de engaño», en la que se empieza a ver «muy claramente» que la relación entre Cataluña y España «va de capa caída» y, sobre todo a raíz de la «demoledora» sentencia sobre el nuevo Estatut, en Cataluña «gana fuerza día a día la idea de que de España no podemos esperar mucho. O nada.»