Cervantes confesaba que su adicción a la lectura le empujaba a leer incluso los «papeles rotos de las calles». Y papeles rotos es, en la poética sumergida del renacimiento, una estupenda descripcíón de la poesía lírica. Son papeles porque son celulosa, materialidad innegociable. Están rotos porque han pulverizado la narratividad épica. Están en la calle porque están sueltos. Y son encontrables, en esa calle, porque permanecen, porque quedan como resto. La poesía española del siglo XX sigue ofreciendo instancias similares de inmanencia residual: papeles rotos en figuras tenaces. La tenacidad de sus imágenes convierte a la escritura de Vallejo, Cernuda, Valente, Gimferrer, Ullán, Barja o García Valdés en un escenario idóneo para verificar la supervivencia diacrónica de una antigua gestualidad figural, desencadenada en la lírica renacentísta (Garcilaso, San Juan). Tras la lectura de todo poema lírico cabe resignarse con Cervantes: «y no hubo nada». Pero esa combinación de levedad, rotura y nihilismo, que identifica a la escritura lírica, también contemporánea, fomenta precisamente su incontemporaneídad, su tendencia a quedar como poso y dar un gusto amargo a todo lo que toca. Estos ensayos buscan meramente remover esos posos, dejarse tocar por la amargura. Para ello proponen un método de lectura respetuoso con la condición anómala de cada texto y atento a la deriva diacrónica e intertextual de su trama figurativa.