A pesar de que este libro nos lleva de uno a otro confín del mundo, de los lugares más familiares a los más exóticos, y es el testimonio de un viajero constante y experimentado como Eduardo Jordá, el paso del tiempo es más importante en él que el recorrido por el espacio. Una cantina mexicana que se recuerda «con los perfiles extáticos de una noche inolvidable» puede al cabo de los años no ser más que «un local ruidoso lleno de borrachos». Y si la memoria es inventiva y traicionera, ¿qué puede ser la imaginación alimentada por las lecturas? ¿Cómo son, cuando uno finalmente los conoce, el Tánger de Paul Bowles, el Dublín del Ulises, el Hotel Francia de Malcolm Lowry, o Londres y Coyoacán a la luz de Cernuda? Y, sin embargo, todos ésos lugares que, elevados por el mito, jamás podrán ser reales» encierran en su misma irrealidad la garantía de que son parte de nosotros, de nuestra vida, y de que, como los sueños, «nada ni nadie podrá arrebatárnoslos». Escrito y vivido entre dos mundos, en algún frágil puesto fronterizo, y desde una melancolía serena, más clásica que romántica, Lugares que no cambian no es realmente un libro de viajes: es una reflexión poética sobre el «encuentro imposible» entre la literatura y la realidad, entre la ingenuidad y el cansancio.
Eduardo Jordá (Palma de Mallorca, 1956) ha escrito un poco de todo: poesía (Pero sucede), libros de viajes (Tánger, Norte Grande, Pájaros que se quedan), novelas (Pregúntale a la noche), libros de relatos (Playa de los Alemanes, Yo vi a Nick Drake), ensayos literarios sobre clásicos de la narrativa breve (Lo que tiene alas) y recopilaciones de artículos periodísticos (Glorieta de los lotos, Fuera, en la oscuridad).