Manuel Rodríguez Sánchez había nacido un día en el que en Córdoba no pasaba nada. Cuando su féretro era llevado entre llantos por la ciudad, los aviones llovían flores. Perdió la vida cuando, posiblemente, ya hacía tiempo que la amargura por la incomprensión, personal y pública, se la había quitado a dentelladas. El arrepentimiento que siguió a su muerte marcó su época: ?Cuando mataron Manolete, falleció la última víctima de la guerra civil?, escribió Sánchez Dragó; ?cuando mataron a Manolete, yo tuve meningitis?, decía mi tío Luis. Ese cuando lo mataron nos quiere hacer pensar que Islero fue una simple mano ejecutora de designios más altos. Luego vinieron los poemas, el qué bueno era, y el pisando esos terrenos tenía que morir así. Y rápidamente la mitificación. Y en esa mitificación, para algunos mistificación, hemos caído todos, hasta el punto que parece que desde su muerte se ha pretendido dirimir nuestro deseo por asociar su nombre a quienes nunca, por razones evidentes, él mismo podrá ya rechazar, y este autor, en cuanto escribe del mito, forma parte de ese autoengaño. Podemos considerarnos amigos de él, podemos decir que en vida nos dijo secretamente tal cosa, podemos vanagloriarnos de tener alguna reliquia del santo o una fotografía en la que nos sonríe. Es por eso que la realidad sobre Manolete parece tener un fondo de tambores que suenan a muerte, como aquella grandiosa película titulada Yo anduve con un zombie. Manolete sigue vivo o al menos es un no muerto, un zombie cuya voluntad última, su verdadero significado en la historia y el consciente colectivo la hemos ido moldeando entre todos desde que murió, al son del tambor de cada uno. Ya lo decía Goethe, en una carta a Johann Kaspar Lavater, ?trato los huesos como un texto al cual se puede atribuir vida y humanidad.? Hemos convertido en semidiós a quien siempre llevó, desde novillero, puesta la misma montera y hacía que su mozo de espadas le lavara una y otra vez la misma camiseta que se ponía bajo el traje de luces, hasta que se deshizo por el uso.
(Villanueva del Duque, Córdoba, 1966). Historiador, escritor, traductor. Ha publicado las novelas Esperando a Gagarin y El traje del muerto, es guionista de las novelas gráficas El último yeyé y El ángel DADÁ (traducida al alemán y al francés), autor de las biografías Manolete, biografía de un sinvivir y José Tomás, de lo espiritual en el arte, además de otras obras como Japón, un viaje entre la sonrisa y el vacío. Ha traducido del alemán a Hugo Ball (Dios tras DADÁ, Flametti o el dandismo de los pobres, Cristianismo bizantino), Emmy Hennings (Cárcel, El estigma), Carl Schmitt (Glossarium), Margarethe Böhme (Diario de una perdida) o Michael Ende (El espejo en el espejo y La prisión de la libertad). Ha sido comisario de diferentes exposiciones sobre cómics, toros y autores como López Espí.