Álvaro Pombo ha conseguido hacer de lo imprevisible un estilo. Cada nueva obra es una sorpresa: como el camaleón, cambia de color permaneciendo idéntico. En esta ocasión ha escrito una novela de aventuras. Una aventura es el despliegue azaroso a la ventura de un carácter en una situación. El carácter es fijeza, la situación es casualidad. La aventura es el choque de ambas. Isabel de la Hoz, la protagonista de Una ventana al norte, es una joven burguesa y fantasiosa trasplantada al México incendiado de las guerras cristeras. Unas guerras que son una metáfora real es decir, trágica de las contradicciones entre una religiosidad emocional y una religiosidad institucional. Son el escandaloso contraluz del pañal y la mortaja, de la inocencia equivocada y de la indecencia acertada. Tener «una ventana al norte» es una expresión santanderina muy curiosa. El norte era América, pero, por un sutil juego de sabiduría lingüística, se convirtió en símbolo de la ilusión y, después, en diagnóstico de falta de cordura. A Isabel de la Hoz le falta, pues, un tornillo. No podía entenderse con la apacible burguesía de entreguerras, tan contentita con Alfonso XIII y con la consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús. Era una revolucionaria de cuento de hadas, antes de extraviarse por los laberintos de la revolución real, del amor y de la desmesura. La novela cuenta una historia universal y eterna: la búsqueda de la realidad a partir de nuestro innato gusto por la irrealidad. Frente a la novela intelectual, protagonizada por intelectuales, Álvaro Pombo ha optado por la novela pasional. La literatura que perdura trata siempre de pasiones que perduran, es decir, intemporales. El lector acompañará total y absolutamente fascinado a Isabel de la Hoz desde una brumosa playa donde la imaginación transformaba la realidad a una situación histórica donde la realidad era más fantástica que la imaginación. Y todo esto mediante un juego lingüístico, muy propio de Pombo, que nos hace vivir simultáneamente en dos planos: la expresión y lo expresado. La palabra nos apresa en su contundencia estética, para después lanzarnos a la historia, maleados, o, mejor, benevolados, es decir, dotados de una perspicacia estilística ennoblecedora. En esta obra nos ha contado una historia objetiva, documentada, rigurosa, con el lenguaje de una subjetividad cordial y apasionada. Otro alarde absolutamente extraordinario de nuestro flamante académico, tan poco académico como siempre.