REUNIMOS en este tomo segundo de las Poesías completas de Emily Dickinson los poemas que van del número 601 al 1200, según la edición canónica de Johnson (1955). Pese a la leyenda, cierta, de su vida aislada, Dickinson no fue ajena en absoluto al clima intelectual de su época. Registró como pocos escritores norteamericanos de la segunda mitad del siglo XIX la influencia del padre de aquella literatura, Ralph Waldo Emerson. La poesía de nuestra autora bien puede encuadrarse en el clima de influencia del trascendentalismo norteamericano, en la búsqueda de un Sublime propio. El hombre, y especialmente el escritor, debía encontrar una relación original con el universo. Dickinson, pues, lleva a cabo en estos poemas una teoría del Ser que no se conforma con menos que el aspirar a lo absoluto y a tener un efecto perpetuo. Sus poemas sobre la naturaleza, tan abundantes, en realidad están hablando de la fuerza de encarnación del espíritu, del arraigo en la tierra de un Sublime que convierte esa naturaleza en la que encarna en sagrada y luminosa. En este segundo tomo el lector apreciará cómo la autora, progresivamente, va ahondando en una trascendencia cuya necesidad se siente como absoluta e inevitable. Emily Dickinson nació en Amherst (Massachusetts, Estados Unidos), en 1830, y allí también falleció en 1886.
La poetisa norteamericana
Emily Dickinson nació en Amherst,
Nueva Inglaterra, en 1830. Estudió en la Academia de Amherst y en el Seminario
Femenino de Mount Holyoke, Massachusetts, donde se formó en un ambiente
calvinista muy rígido, contra el que manifestó un obstinada rebeldía, pero que
impregnó profundamente su extraña concepción de Universo.
Emily
Dickinson se aisló muy pronto del mundo y no admitió, a partir de entonces,
entrar en contacto con nadie que no estuviera a la altura de sus conocimientos
y de sus afectos, como lo estuvieron, por ejemplo, sus cuatro preceptores :
Benjamin Franklin Newton, quien le hizo leer en edad muy temprana a Emerson, y
luego el reverendo Charles Wadsworth, el escritor Samuel Bowles y el Juez Otis
P. Lord, con quienes mantuvo una correspondencia abundante y asidua a la que
hoy recurren todos aquellos que desean ahondar en la aventura espiritual de tan
peculiar personalidad.