El Tao Te Ching, de más de 2.000 años de antigüedad, es uno
de los ejes referenciales del pensamiento oriental.
Atribuido a Lao Tse, del cual se dice que estuvo meditando
durante 80 años en el vientre de su madre virgen antes de
decidirse a nacer, consta de 81 apartados compuestos de
máximas breves en torno al Tao, y de modo singular empieza
la obra afirmando que «Del Tao que se puede hablar, no es el
Tao Eterno».
Así es el libro del Tao, una paradoja constante que
inevitablemente deja en el lector un aroma de perplejidad y
belleza, detrás de las cuales se asoma toda la potencia de una
enseñanza que sorprende. No es un libro de religión, ni de
filosofía o ética, sino una obra de sabiduría perenne que
abarca y trasciende estos conceptos y que suavemente
coloca, a quien se asoma a sus página, justo al borde del
abismo del conocimiento.
Lao Tsé no fundó ninguna escuela, al contrario de lo que hizo Confucio. No sentía ni el deseo ni la necesidad de hacerlo. Porque no tenía la intención de difundir una doctrina. Vislumbró para sí las grandes conexiones universales, y vertió dificultosamente lo visto en palabras, abandonando a otros espíritus afines de épocas posteriores la tarea de seguir independientemente sus indicaciones, y contemplar por sí mismos el conjunto del mundo, las verdades que había descubierto. Y lo consiguió. En todos los tiempos han existido pensadores que levantaron la vista por encima de los fenómenos pasajeros de la vida humana, hacia el sentido eterno del proceso cósmico, cuya grandeza desafía toda conceptualización.